“En el Sertón se Viene a Morir”

Pepe Mijares

Los Sertones, Euclides Da Cunha, Biblioteca Ayacucho, 1997.


Una poblada de hombres y mujeres procedentes de los lugares más apartados del calcinante sertón del noreste brasileño, ignoran la existenciabola de la naciente república y la enfrentan con resolución, en uno de los territorios más hostiles del planeta. La guerra es corta, mas demasiado cruenta para ser ahogada por el olvido.El año es 1897 y los protagonistas de esta historia son encabezados por el propio autor, quien en honor a su propia humanidad, más que a su carrera militar, sacrifica por instantes el apego a los hechos, cualidad de los cronistas de piedra, e interviene para desarticular con habilidosa maestría, la ecuanimidad de este trágico testimonio, cuyo desenlace, corolario inevitable de todas las guerras, trae aparejada la miseria y desgracia , consecuencia recurrente de la ignorancia humana.

Pero no fue el recuento pormenorizado de los hechos y las circunstancias que motivaron este absurdo enfrentamiento que Vargas LLoza, llamó "La Guerra del Fin del Mundo", el imán para los curiosos a aquel remoto, desconocido e inhóspito rincón del planeta; fue más bien esa extraña raza de hombres y mujeres, quienes armados sólo con su estoicísmo y determinados por una inquebrantable fé , pusieron en jaque a los mejores guerreros y los más modernos instrumentos de muerte de la entonces incipiente República Federativa de Brasil. Un hijo de aquel gigante se resistía a la doctrina del orden y el progreso abanderado por el naciente sistema.

Aquellos hombres, fámelicos nomadas del Sertón, acostumbrados a alimentarse con mordiscos de "Macambira", raíz común en este territorio de alacranes y a beber un sorbo de agua al día, no eran precisamente defensores de la monarquía, tampoco querían implantar un nuevo sistema, sencillamente deseaban que los dejasen vivir en paz. Las innombrables carencias y las dificultades del ambiente, los habían endurecido y atemperado, hasta tal punto que vencidos y bajo los rigores del más severo abatimiento, subitamente se agigantaban y adquirían renovadas energías con las que vencían a sus invasores.

Estos, confiados en su fuerza y arrogancia los subestimaron una y mil veces. Y así fueron cayendo: deshidratados, muertos de hambre o eliminados por los sertanejos, quienes los emboscaban por las espinosas "catingas", los sometían a una angustiosa sozobra y luego, huían como liebres salvajes para caer de nuevo sobre los soldados, quienes pese a tanta tribulación, continuaban irrespetando a su astuto contrincante.

A lo largo de los cuatrocientos kilometros desde Queimadas, donde arribaban los ingentes pertrechos, consistentes en miles de bueyes, sacos de harina, sal, café, azúcar y refuerzos, procedentes de Salvador de Bahía o del Sur de Brasil, los "cangaiceiros", "los jacunzos", los "matutos", como eran apodados los sertanejos, dejaban una estela de cadaveres uniformados, cuya descripción se torna más grotesca, cuando Da Cunha admite que los cuerpos no se descomponían después de muertos, sino más bien, permanecían momificados a la vista de sus camaradas, en persecución de un enemigo invisible; adversario legendario cuya caracterización se evidenció en la figura del Cangaiceiro.

Eran hordas de forajidos que recorrían el desierto; con la luz enceguecedora del día sertanejo; encandilaba la estrella de hojalata incrustada en sus sombreros de ala levantada; sosteniéndola, con la mano alzada, agitaba su faca; junto al doble respeto que infundían las cartucheras de municiones entrelazadas por el tronco; lucían los rusios pantalones de cuero de cabra para atravesar las "catingas", cuya resistencia, les permitía soportar el huesudo lomo de sus cabalgáduras, tan hostilizadas por las inclemencias como sus jinetes.

Cinco expediciones. Una, civil encabezada por un sacerdote y cuatro militares fueron despachadas hacia la población de Canudos, epicentro de la insurrección sertaneja, desde donde un hombre llamado Antonio Conselheiro, un matuto itinerante que viajó por casi toda la vastedad brasileña, ejerciendo oficios desde escribiente hasta caletero, fue capaz de captar la devoción de miles, por su mesiánica misión: la de hacer de aquel extraño poblado la razón y la causa del final que los sertanejos habían visionado por inspiración del Conselheiro: una fortaleza, cuya aparente fragilidad, caracterizada por miles de casuchas de barro y veredas de un metro de ancho, vializaron la trampa insospechada, donde miles de soldados librarían su última batalla.

Allí, entre dos iglesias, una construida para el culto de Antonio Conselheiro y la otra, la vieja iglesia para el fervor popular, se levantaron las trincheras más ferozmente defendidas. La milicia irrumpió en Canudos a sangre y fuego. Bombardeó con modernos cañones, durante meses el poblado. Creyeron ingenuamente - cuenta Da Cunha- que aquellos estragos causarían la desmoralización inmediata de los sertanejos. Mas no fue así. La resistencia fue tan ardiente como el sol implacable del sertón. Aquellos centuriones paralizados en sus posiciones esperaban razonablemente la muerte. La retirada era una decisión reservada sólo para los dementes.

El conflicto se prolongó durante un año entero. Según Da Cunha, fue necesario realizar una lucha endemoniada vereda por vereda, casa por casa, donde cada sertanejo muerto, era remplazado por una mujer, un niño o un anciano quienes a su vez, morían con el mosquete o la faca en la mano. Y fue así que esta historia llegó a su fín. Antonio Conselheiro había muerto, golpeado por una severa inanición y el último hombre, mujer y niño continuó luchando en honor a un monótono epílogo que cada sertánejo escribe desde su nacimiento: "En el Sertón se nace para morir".

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