I

El Secuestro

HomeDesde la espigada torreta del castillo la vista se pierde en el horizonte. Hasta los pulmones llega la corriente del salitre y el olor de algas que por aquellas alturas se atenúa al respirar el barrunto de la pólvora. Dos hombres unidos por luchas compartidas, intercambian otra noche de sosiego desde uno de los castillos que resguardan el puerto de la Guaira. Matildo Veraniego, no podría ocultar ni con una escafandra sellada a su rostro, las cicatrices de la guerra. Perdía la cuenta de las batallas en que junto a su amigo, Mateo Flecha había participado para combatir por la fe de los reyes de España y ahora por sus colonias en ultramar. Tiempos de larga espera para entrar en acción se habían aposentado desde que ambos fuesen destacados al puerto de la Guaira, puerta de entrada a los nuevos dominios en el Mar Caribe. Tras años de vigilar el mar, detrás de los altos muros del fortín San Carlos con la expectativa de un llamado a las armas, habían sido participes en la defensa de un par de escaramuzas piratas, cuyas consecuencias no pasaron de algunos cañonazos para provocar, mas sin mayor perjuicio para los moradores del puerto. Pero no todo era sosiego. Matildo Veraniego siempre trataba de persuadir a su compañero sobre la inminencia de un ataque filibustero de alcances nunca antes visto en la Guaira. Mateo no lograba atisbar la razón que preocupaba a su amigo. En ocasiones alcanzaba despertarlo de un sueño que solía perturbarlo.
-Ya hombre...ya... una nueva pesadilla, todo está tranquilo como de costumbre. -Precisamente, por eso me extraña...escucha...desde los tiempos que corrimos a los salvajes de sus tierras, nunca me detuve a escuchar el sonido de la brisa o a contemplar la naturaleza. Estuve demasiado ocupado luchando y ahora... no sé , tengo la corazonada que algo debe estar por ocurrir.
-¡Tonterías extrañas tanto la guerra que un poco de ocio ya te hace delirar. ¿Por qué no bajamos a la taberna de Margarita? Te haría bien...
-No sé... no debería dejar mi puesto. - ¡Anda animate hombre! - Pero me toca el turno de vigilancia.
-¡Vigilar! pero si estabas roncando. ¿cómo vas a desperdiciar un tiempo tan valioso?
- Bueno... esta bien, pero que sea por poco tiempo.
La taberna de Margarita se encuentra a poca distancia del fortín donde se hallaban. Margarita, una robusta morena de anchas caderas y gigantescos pechos, recibía a Mateo y Matildo en su posada. El lugar, un espacioso salón, iluminado con velas colgantes y saturado de visitantes era famoso en toda la Guaira.
-Esta es la taberna más atractiva de todo Muchinga y sabes por qué Margarita, sencillamente por que tú eres la dueña.
-¿Te creeré esta vez Mateo? Mateo Flecha desataba su locuacidad mientras sujetaba por el estrecho talle a la mujer.
-¡Mateo, no te pases! sólo has tomado una botella y te pones irrefrenable!
- Anda mujer acompáñame con otra botella, ésta noche yo invito. La taberna de Margarita, una de las más concurridas en el callejón Muchinga, era el sitio predilecto de los marineros que la frecuentaban para relajarse y disiparse de los agotadores días en alta mar.
-¡Apúrate mujer, no tengo toda la noche! ¡¿qué pasa con ese jerez?! A esa hora, más de media guarnición se encontraba en el lugar. Ya era parte de las costumbres a que la vida en los muelles los había habituado. Veraniego había salido de la taberna, mientras Margarita iba por el vino.
-¿Y tu amigo? Desde que llegó lo noté muy preocupado. Mateo la tomó por el brazo y la arrimó hacía él. Ella hacía ademanes de resistirse. - Ven acá, una Diosa debe beber la bebida de los dioses.
-No me has contestado Mateo, viéndolo con seriedad a los ojos. - Qué sé yo... dice que algún día los filbusteros atacarán y con ellos vendrá un hombre muy temido en el Caribe llamado Pettit.
-¿Quién? -Walter... Walter Pettit - Yo he escuchado hablar de él. dicen que lleva años navegando en búsqueda de su madre.
-¿Acaso no es la misma a quien raptaron los Caribes? - Lo sabrá él... yo sólo quiero disfrutar este jerez contigo.
Deshinibido por la ebriedad, Mateo trataba de persuadir a Margarita a que bebiera con él y ella se resistía. decía que en horas de trabajo no bebía, pero si era paciente y esperaba hasta la hora del cierre quizás se decidiera a hacerlo.
-¡Mateo estate quieto! Algunos concurrentes, soldados también, lo habían reconocido y trataron de tranquilizarlo. Sin embargo, no pudieron impedir que se fuese a las manos. La taberna de Margarita pronto devino un ring colectivo. Aquello fue el detonante de una larga mecha que produjo la explosión. Sillas estrellándose contra los peleadores, botellas aéreas y mujeres contagiadas de alaridos frenéticos compusieron el desorden en cuestión de segundos. De pronto, Matildo Veraniego, irrumpió en la Taberna y con un potente grito advirtió a sus compañeros sobre un peligro mayor: "¡Piratas!" -exclamó como si se hubiesen congelado las acciones por el sólo hecho de pronunciar esa palabra; de golpe, hasta la borrachera generalizada se interrumpió y los hombres liderizados por Veraniego, salieron raudos de la taberna para acompañarlo hasta las barracas de sus camaradas. Arropado por la incredulidad de noches sin pesadillas, el comandante de la guarnición, Sebastián Barrientos fue despertado por los soldados, quienes advertían al comandante sobre el inminente peligro. Una lluvia torrencial se desató en el mismo momento.
-¡Aún no amanece Veraniego!
-señor... ¡Nos atacan piratas!
-¿Quién osaría atacar la Guaira con ésta tempestad?
-Walter Pettit señor.
-Pettit... hace años su padre atacó el puerto. Algo debe traerse entre manos ¡Soldados a las armas! gritó Barrientos.
Era demasiado tarde, los advenedizos habían desembarcado. Un sólo relámpago iluminó el cielo plomizo del puerto. Las olas se estrellaban con potencia contra las altas paredes. Oleadas de hombres llegaban con cada empujón del mar. Gritaban y disparaban sus arcabuces propiciando el desconcierto entre los nativos. La gente no ofrecía resistencia, eran incapaces de oponerse al ataque de los piratas amparados por el escudo de la tempestad. Los hombres de la guarnición bajaron apresurados por el camino empedrado. A punto estaban de perder el tacón de sus botas entre las fisuras de las rocas que despuntaban con irregularidad. El eco de los disparos y explosiones llegaba con claridad hasta sus oídos. Al frente de los filibusteros corría un hombre de temibles proporciones. batía una espada en el aire que parecía pesada hasta para él mismo. Aquel coloso irrumpía en la Casa Guipuzcuona junto con un contingente de sus hombres, mientras que el resto se desperdigaba por la ciudad. El mayor botín brillaba frente a ellos. allí los españoles guardaban preciosos tesoros y la recaudación de la riqueza que los hidalgos del imperio monopolizaban. Sin embargo, la atención de aquel hombre que comandaba a los filibusteros no se concentraba allí.
-Felipe, tú y Black Jones sometan la resistencia, procúrense el botín que puedan. Si no regreso en el tiempo acordado ya saben que hacer. Adentro de la monumental edificación el ruido era infernal. Algunos soldados resistían con fuego de mosquetes un ataque frontal de los filibusteros, mientras otros trababan combate por atrás con aquellos.
-¡Ten cuidado, no la dejes caer , ésta pedrería vale todo su peso en oro!
-¡Descuida compadre que tanto el oro como mi vida están bien cuidados! -respondió el filibustero, llevándose la mano al sable. El coraje de los guardas del tesoro fue pronto vulnerado por el arrojo de los piratas. Los últimos resistentes fueron eliminados en un feroz encuentro de espadas. Apenas tuvieron tiempo los invasores de apropiarse del cuantioso botín cuando toparon en su huida con una partida de arcabuceros que bajaban de los castillos. Una sola detonación no fue suficiente. Los hermanos de la Costa se encimaron sobre los defensores, vengando a sus camaradas que yacían sin vida. Los hombres continuaron su atropellado camino hacia el mar. La anarquía se enseñoreaba. La fiebre del botín no discriminaba.
-!Oye Pata de Fierro, no te basta con las joyas!
-¡Viejo, a lo vuestro, yo sabré que hacer con lo mío! Y dicho esto el corsario continuó su carrera hacia el muelle con una mujer tan obesa como él sobre sus hombros. El ruido de los truenos se confundía con la vocinglería de la turba aterrorizada.
-¡Black Jones aguarda por nosotros en la chalupa. Por ningún motivo abandones vuestra posición. Cuando regresemos con el capitán, necesitaremos que nos cubran del ataque. Reúne suficientes hombres para cuando llegue el momento!
Felipe se confundió entre la marabunta que corría en todas direcciones. El contramaestre conocía perfectamente a sus camaradas y sabía que la lealtad no admitía vacilación. Con sigilo de felinos, Felipe y una partida de filibusteros topó con un regimiento entero que escoltaba a un hombre alto y fornido. Sus manos atadas a la espalda no le permitían ninguna maniobra. A su lado un hombre de edad, cuyo yelmo parecía cubrirlo completamente conversaba con él.
-¡Allí está el capitán Felipe ! ¿Caemos sobre ellos?
Hardeker hubiese sido capaz de lanzarse el sólo sobre los españoles. Felipe señalaba al viejo soldado que secundaba a Pettit. La escolta superaba en número a los corsarios. Pata de Fierro y otros hombres rodearon al capitán, de un tajo lo liberaron de sus ataduras. Pettit se hizo de una espada para crecerse frente al enemigo. Felipe cayó como un rayo sobre el viejo. Este espada en mano, trató de defenderse de aquel. Dos filibusteros se escurrieron por atrás, lo inmovilizaron y desarmaron en el momento que un trueno descargaba. Era la antesala de una veloz carrera en dirección hacia el muelle. Los soldados los perseguían muy de cerca. Se tropezaban unos con otros por la estrechez de las callejuelas del puerto. Los filibusteros se deslazaban como anguilas en dirección al embarcadero. Los arcabuceros trataban de atinarles con sus armas. Aquellos se movían en zig zag para dificultarles la puntería. Repentinamente, tres marineros apostados tras el bauprés de una chalupa hacia donde corrían los hombres, saltaron sobre el muelle y cubrieron con el fuego de sus mosquetes el escape de los filibusteros. Una bala rebotó contra el muñón que fungía de pie de uno de los prófugos.
-Eres afortunado de verdad, Pata de Fierro.
-No quisiera estar en vuestro pellejo si tuviera pie.
El marinero ayudado por otro, empujaba al viejo dentro de la chalupa. Los perseguidores se colocaron en lugares protegidos para contestare el sorpresivo ataque. Una bala de cañón pasó rozando la embarcación salvadora.
-¡Suelten cabos, todos a los remos! -gritó Pettit.
Los marineros que cubrían la retaguardia saltaron dentro del pequeño barco, dos que no alcanzaron abordarlo se lanzaron al agua y nadaron presurosos hasta él. Los cañonazos disparados desde la guarnición amenazaban echar a pique de un momento a otro la embarcación. La chalupa, sin embargo, conseguía atravesar las trincheras del enemigo en el mar y abrirse paso hacia la libertad. La artillería de los barcos filibusteros contestaba la defensa con fuego cerrado hasta que el capitán y los marineros alcanzaron "El Trueno". Desde el puente de proa Walter Pettit dirigía a su tripulación.
-¡Hardeker, Picaporte, icen anclas de inmediato, desplieguen el velamen. En dirección hacia estribor.
Los artilleros continuaron disparando, mas como acogida al abordaje de Pettit que para responderle a los españoles. La escuadra, compuesta de siete navíos salía de la Guaira. Gruesas nubes negras se aglutinaban en el horizonte, presagio de tempestad. Atrás quedaba la entrada a uno de los territorios más apetecidos por los españoles para guardar sus riquezas. La augusta mansión de la compañía Guipuzcuana se divisaba en medio del aire enrarecido de las explosiones. El cielo del amanecer parecía reclamar el incendio y fue encapotándose. Una estela de luz acompañaba a la flotilla que navegaba en dirección hacia el ojo de la tormenta.

 
   
 
 
   
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