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El Hijo de la Delfina

barco11

-¿Qué son esas luces allá hacia la costa? -preguntó Felipe.
-Deben ser ellos.-contestó Picaporte. Home
Los cinco hombres se dirigieron raudos hacia el lugar de donde procedían los destellos. Pisaban con precaución el terreno. Sabían que un desliz entre los matorrales podría significar la posibilidad letal de una serpiente. Caminaron con apremio hacia la costa para movilizarse a lo largo con más seguridad. El viento amenazaba con sacar los arbustos de raíz. Las alimañas salían de sus refugios a ampararse en otros que les depararan más protección.
Cada vez se distinguía con mayor claridad las luces que irradiaban tres teas. Sinamaica con la agilidad de una gacela llegó hasta el lugar con rapidez; parecía estar familiarizado sin haber estado antes en ese territorio. Felipe lo seguía muy de cerca.
-¿Valentín has logrado ver algo?
-Todavía no, pero dice Bienaventurado que no tarda en salir.
Bienaventurado y Hernández aguardaban con inquietud a que algo o alguien emergiera del mar. De repente, ante la sorpresa de los dos hombres una lluvia de chasquidos los empapaba al tiempo que un grupo de cinco delfines emergía del agua. Todos parecían seguir a un líder. Este nadó con confianza a los pies de Bienaventurado, quien se agacho para acariciarle la cabeza.
Bienaventurado se irguió y emitió un silbido más agudo de lo ordinario. Para ello se valió de un fragmento de hueso que llevaba consigo. El resto de los cetáceos se aproximó hasta él. Ante la extrañeza de sus allegados, Pettit se desnudó para arrojarse al mar, los delfines nadaron tras él.
Desde la orilla la concurrencia presenció como el Capitán se montaba sobre el lomo de uno de ellos para cabalgarlo como si se tratara de un potro. Desde aquel instante no cabían más dudas para Valentín Hernández. Todas sus sospechas se esclarecían: Walter Pettit constituía uno de esos extraordinarios casos en el que un ser humano sería abrigado por una madre con aletas. Aquello representaba una visión inolvidable para los filibusteros. sólo Juan bienaventurado sonreía y comulgaba secretamente con esa inusitada escena. Era el prefacio de un secreto reservado desde los tiempos en que recogió y protegió al recien nacido que había sobrevivido gracias al instinto maternal de una delfina.
La luna se reflejaba sobre las lustrosas espaldas de los Guamachines. Aquella que liderizaba al grupo se acercaba con sigilo hasta la orilla. De pronto como si e hubiesen conocido desde siempre, Pettit desmotó y se despidió del animal. Entre ellos parecía establecerse una estrecha comunicación umbilical. Pettit salió del mar, se vistió y procuró dirigir la atención de sus compañeros que aún no salían de su estupor.
-¡Amigos allá va, esa fue su despedida! Del agua emergió y reapareció de un salto en el aire, emitió un chillido de bebe burlón y volvió a sumergirse para desaparecer ésta vez. Los demás la siguieron para esfumarse también. El mar semejaba un imponente espejo, capaz de refractar la luz de la luna por toda su superficie. Veraniego y Hernández habían apagado las teas. Ahora los hombres eran iluminados por el resplandor de plata.
El silencio de regreso entre ellos a Villa Macolla era total. En la taberna, algunos hombres beodos dormían unos sobre los otros en el patio. Adentro, la música había cesado y el ambiente transpiraba somnolencia. Estaba por amanecer y los filibusteros atravesaron raudos la única vereda que divide a Villa Macolla. Felipe se detuvo en una espaciosa choza arrullada por el viento, el resto siguió su caminata en dirección al Mirador. Aún con el canto del gallo era dudoso que los filibusteros embriagados desde las primeras horas de la noche despertaran. No obstante, frente a cualquier amenaza procedente del mar, siempre se seleccionaba un vigía, capaz de permanecer despierto, lúcido y dispuesto a dar la voz de alarma.
A los pies del Mirador, Pettit se despidió de Bienaventurado y sus invitados para trepar hasta a cima donde despuntaba la casa. Entró sigiloso, raspó antes el suelo con la espada para prevenirse de las serpientes. Yokoima dormía. Caminó con seguridad en la oscuridad hasta yacer en la hamaca y acurrucarse a su lado.

 
   
 
 
 
   
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